La presentación española fue una radiografía del país: deportistas ejemplares (Gasol), aristócratas preparados (Príncipe Felipe) y políticos nefastos (el discurso de Rajoy fue una riña más que una exposición y el de Botella fue, utilizando un eufemismo amable, indescifrable). Así es la marca España: los mejores deportistas que emocionan a un pueblo lastrado por los peores políticos.
Madrid que pasó de Guatemala a Guatepeor. Conocida la eliminación en boca de Rogge, se desplegó el manual de excusas de mal pagador.
Que era imposible hacerlo mejor de lo que lo habían hecho (sic), que no había ganado el mejor, que había manía persecutoria, que habían construido el 80% de las instalaciones y que el COI es una suerte de jarfia momificada de moral relajada. Discurso patrio: aquí no gana el mejor, sino el que hace el mejor lobby con los carcas del COI. Paradójico: cuando a Barcelona le concedieron los Juegos, entonces los miembros del COI no eran momias ni utilizaban métodos mafiosos. Al revés, eran modélicos caballeros del espíritu olímpico. Samaranch mediante, entonces faltaron manos para aplaudir. Y nadie habló de lobbys.
Sobra soberbia, falta autocrítica.
Como eje central del cartón piedra olímpico y la venta de humo de Madrid 2020, apareció la prensa. La de la cultura del mal perder, la que apela a la conspiración y al contubernio por sistema, cuando el resultado final no concuerda con su negocio, que consiste en generar expectativas y la venta de humo.
Autocrítica cero, decibelios diez, el periodismo volvió a insistir en un comportamiento infantil que le retrata: adelantar los éxitos es el mejor modo de garantizar los fracasos. Ganó, la gran favorita, Japón. Una candidatura con sentido económico y organizativo. Seria y sobria. Allí no sólo saben ganar medallas y tienen buenos deportistas, sino que sus políticos y ejecutivos, para salvaguardar su honor, saben conjugar un verbo tabú en España: el verbo dimitir. Madrid cayó, por tercera vez, como caen las hojas en otoño. Quizá hubo falta de sensibilidad con Madrid, incluso un punto de crueldad que irritó a los que habían empujado para hacer realidad un sueño. España sintió dolor. Lógico y humano, pero una lectura desapasionada del desenlace invita a una reflexión profunda sobre qué deporte queremos y qué políticos tenemos. Seguir culpando al empedrado o hacer autocrítica, esa es la cuestión.
El “no” a Madrid fue una desilusión, pero no fue un palo para los deportistas, ni para el pueblo. Fue una lección para unos políticos ineficaces, escasamente preparados y menos creíbles. La eliminación madrileña deja víctimas: hombres y mujeres que practican deportes minoritarios. Personas que quedarán aún más expuestas de lo que estaban. A la intemperie. Se trata de esos deportistas que no tienen ni para pipas con las subvenciones y a los que, cada cuatro años, se les exigen medallas, sepultándolos si fracasan en el intento. Se trata de héroes por los que, ahora, la prensa, con una hipocresía sin límites, derrama lágrimas de cocodrilo. Qué estómago tiene este periodismo que denuncia la precariedad del deporte minoritario cuando él se ha encargado de lapidarlo con interminables sesiones de la dualidad Madrid-Barça. Sinceramente, a este periodismo le importa un carajo el deporte minoritario. Y a sus empresas, menos. Hoy lloran por la situación de varios atletas, pero mañana y el resto del año seguirán ocupándose del último gas verbal de Florentino Pérez y la última ventosidad de Messi.
El sueño roto de Madrid deja víctimas. Deportistas desamparados. A la intemperie. Y por cierto, a esos, nadie podrá consolarles con un relaxing caché con leche.
Rubén Uría / Eurosport