Me comentaba hace unos días un ejecutivo de un banco alemán, dedicado a inversiones y operaciones relacionadas con España, que una de las cosas que más le sorprendían de la actual situación de nuestro país es la obsesión que se ha extendido por buena parte de la sociedad española de que ha llegado el momento de terminar con el bipartidismo.
Señalaba, con razón, que no veía argumentos sólidos tras esta idea. Y yo añadiría algo más: me temo que nadie ha realizado el más mínimo análisis sobre las posibles ventajas que tendría para España pasar de un Parlamento dominado claramente por dos partidos a otro en el que fueran necesarias coaliciones amplias para formar un Gobierno; y que la mayoría de la gente que ha planteado esta idea no se ha parado siquiera un momento a reflexionar sobre los graves problemas que, con frecuencia, plantean los gobiernos multipartidistas.
En España, la crítica al bipartidismo tiene bastante de pasional y poco de racional. A muchas personas no les gusta ni el PP ni el PSOE; y no me cabe duda de que tienen buenos motivos para tal rechazo. Pero de aquí a dar el salto a propuestas de reforma poco meditadas y afirmar que sin mayorías parlamentarias claras estaríamos mejor hay un largo trecho. Su actitud me recuerda a la vieja historia del concurso de canto en el que, cuando al primer tenor le sale un gallo, el jurado otorga el premio al segundo sin haberlo siquiera escuchado.
Poca duda cabe de que el sistema político español no pasa por su mejor momento y que los principales partidos del país están muy desprestigiados. Pero nada nos garantiza que un cambio como el propuesto, en vez de conseguir que la situación mejore, la deje aún peor de lo que estaba.
En primer lugar convendría no olvidar que en muchos de los países más importantes del mundo, y en la mayoría de las democracias más asentadas –empezando por Estados Unidos–, lo que existe es, precisamente, un sistema bipartidista. Y que muchos países en los que el bipartidismo no ha llegado a implantarse han tenido muchos problemas que han llevado incluso a reformas constitucionales dirigidas a reducir la dispersión del voto y garantizar un mínimo de estabilidad política.
EL EJEMPLO GRIEGO
Y tal estabilidad política tiene, sin duda, efectos económicos importantes. Un ejemplo. Pensemos por un momento en la diversa evolución de España y Grecia desde el momento del estallido de la última crisis económica. No cabe duda de que podemos encontrar muchas diferencias importantes entre las dos economías. Pero no puede dejarse a un lado lo que ha contribuido a la imagen positiva de España el hecho de haber tenido en los últimos años una mayoría parlamentaria sólida. Cabe afirmar, con buenos argumentos, que el actual Gobierno no ha sabido aprovechar las ventajas que su mayoría le ofrece para reformar la economía del país y que las cosas se podían haber hecho mejor. Pero no cabe duda de que un Gobierno que hubiese tenido que pactar cada una de las medidas –tan necesarias como impopulares– que había que adoptar habría tenido dificultades para lograr que el Parlamento las aprobara; y esto habría generado una desconfianza hacia nuestro país mucho mayor en el ámbito internacional. La experiencia de Grecia en esta crisis no debería echarse en saco roto.
Y podemos buscar otros ejemplos en periodos anteriores. Durante muchos años, los dos países europeos que acumularon mayor deuda pública en términos de su PIB fueron Italia y Bélgica. No es casualidad el hecho de que ambas fueran naciones en las que no existían mayorías parlamentarias sólidas y en las que los acuerdos entre los partidos que formaban los gobiernos se cimentaban en un mayor gasto público, que se cargaba sobre los hombros de las generaciones futuras. Es más fácil, desde luego, aceptar formar parte de una coalición si sabemos que esto nos va a permitir manejar un volumen de recursos públicos más elevados y utilizarlos en beneficio de nuestros votantes y de los grupos de interés que nos apoyan.
Supongamos que en las próximas elecciones generales desaparece el bipartidismo tal como lo hemos conocido hasta ahora. Cabría pensar que, al tener que pactar varios grupos, se reducirían los abusos y la corrupción que tanto hemos sufrido en los últimos tiempos. Pero esta visión de la realidad es tan ingenua como poco realista; y los hechos, desde luego, no la confirman. En realidad, cuando un Gobierno depende del apoyo de varios partidos, los incentivos de quien lo preside para sacar a la luz casos de corrupción de dichos partidos o para negarles las subvenciones o prebendas que soliciten disminuyen sustancialmente.
Sólo un ejemplo más. El Consejo de Administración de Caja Madrid fue, durante muchos años, un ejemplo de “multipartidismo”, ya que en él estaban representados los tres principales partidos de la región –PP, PSOE e IU– y los dos sindicatos más importantes –Comisiones Obreras y UGT–. No creo que haya nadie tan iluso como para pensar que la pluralidad de este consejo tuvo como resultado una gestión más eficiente y una menor corrupción.
Expansión , 28 de julio de 2014
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