No es casualidad que, coincidiendo con el dominio español del mundo, Felipe II organizara el primer torneo internacional de ajedrez de la historia, como no lo es que durante la Revolución francesa el mejor ajedrecista del periodo, François-André Danican, fuera francés.
El ajedrez es una escenificación perfecta de la situación
política y también lo fue durante la Guerra Fría. En 1972, Bobby
Fischer, un joven neoyorquino se enfrentó al soviético Borís
Spassky, campeón del mundo de ajedrez entre 1969 y 1972. Tras superar la
interminable lista de extravagancias y problemas generados por el
norteamericano, que reclamó repetidas veces que se apagaran todas las cámaras
para acabar con el imperceptible estruendo que provocaban las máquinas, la
partida terminó con la victoria de Bobby Fischer, el cual se convirtió en un
héroe nacional y un icono mediático.
Bobby Fischer
se crió en un pequeño apartamento en Brooklyn, Nueva York, junto a su madre y su hermana. Su increíble memoria –llegó a aprender cinco idiomas– le permitió moverse con facilidad desde muy pequeño en el ajedrez, que se convirtió en una obsesión para el joven desde
que su madre le regalara un tablero de
este juego, a medio camino entre el arte y el deporte. Pero ni siquiera
la influencia del psicólogo al que acudió su madre al advertir que su hijo se
había obsesionado con el ajedrez, pudo evitar que Bobby Fischer se inscribiera en un prestigioso club de Mathatam y
avanzara en su aprendizaje. A los 12
años ya se enfrentaba a los mejores jugadores de EE.UU.
«Ha sido el jugador que más cerca ha estado de la perfección. Dicen que Fischer no tenía estilo, que
simplemente elegía la mejor jugada», afirmó Magnus Carlsen
poco después de proclamarse campeón del mundo de ajedrez a los 22 años.
Fischer, como Carlsen, empezaron a competir al más alto nivel desde la más
temprana adolescencia. A los 13 años, el americano ya era capaz de
anticiparse 6 o 7 movimientos a
sus oponentes,
como pudieron comprobar sus maestros de Mathatam,
y se alzó como ganador del Campeonato
Junior de Estados Unidos. Su vida academia, no obstante, iba en declive,
puesto que, como otros chicos superdotados, se aburría en las clases
y abandonó los estudios a los 16 años
para dedicarse completamente al ajedrez.
Al precio de colocar
el ajedrez por encima de su vida académica y sus relaciones sociales, Fischer
se hizo con el campeonato de EE.UU. tres veces y con el título de Gran Maestro antes
de llegar a la mayoría de edad. Fue entonces cuando empezaron a
aparecer las primeras extravagancias y salidas de tono que harían célebre a
Fischer, quien en 1960 amenazó con
abandonar el campeonato nacional de su país alegando una infinidad de quejas.
Quería la luz apropiada, que no le fotografiaran, que no hubiera el mínimo
sonido… y si no se daban las circunstancias adecuadas abandonaba la
competición. Estas exigencias impidieron que pudiera alcanzar mejores
resultados en los siguientes años de su carrera. Hoy, muchos médicos
psiquiatras han apreciado en el ajedrecista rasgos del síndrome de Asperger, un tipo de autismo que lleva a los
afectados a obsesionarse con un campo concreto y a tener problemas para
relacionarse socialmente.
La partida del siglo: el patriota
Cuando la comunidad ajedrecista empezaba a poner en cuestión el talento de
Fischer, que en 1968 hizo la primera de sus sorprendentes desapariciones y se fue a vivir tres años a la costa oeste
para escribir un libro sobre ajedrez, el neoyorquino regresó por sorpresa y anunció sus
intenciones de disputar el título mundial. Tras vencer por aplastamiento a
tres de los mejores jugadores del mundo,Fischer desafió al soviético Borís
Spassky, que mantenía un balance a su favor de 3 victorias sobre el americano y
2 tablas.
Pero no solo se
enfrentaba a un rival estadísticamente superior a él, el estadounidense aspiraba a derribar el
mito de la invencibilidad de la escuela de la Unión Soviética, dirigida por el Comité de Educación Física y Deportes, que había producido a
todos los campeones y subcampeones mundiales desde 1948. En medio de la Guerra Fría entre la URSS y EE.UU, la partida
trascendió a nivel político.
El campeonato del mundo de 1972 se celebró en Reikiavik, capital de Islandia.
Allí se desplazó Fischer,
declarado anticomunista, no sin antes exigir a la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE) que elevara el premio
en metálico y no sin que el propio Henry Kissinger, el secretario de Estado, le
suplicara ir por el honor de su patria. «Este es el peor jugador del mundo
llamando al mejor jugador del mundo», anunció al descolgar el teléfono
Kissinger. Una vez en Islandia, se quejó de absolutamente cada detalle, incluso
de las vistas de la habitación del hotel.
Todavía absorto en sus exigencias –entre ellas que hubiera alguien
dispuesto a jugar con él al tenis y a los bolos las 24 horas del día–Fischer
perdió la primera partida.
Y en la segunda
partida, el neoyorquino no se presentó porque el sonido de las cámaras
grabando, casi imperceptible para el oído humano, no le dejaba
pensar. Fue declarado perdedor por no presentarse.
Con dos derrotas como losas, nadie creía
posible que Fischer remontara, salvo él.
A diferencia de su
rival, que había acudido con un enorme
séquito de grandes maestros rusos, el neoyorquino se encontraba
prácticamente solo y sin la asistencia de otros ajedrecistas americanos. Solo
ante el peligro. Finalmente, Bobby Fischer volvió a la competición a condición de jugar sin público. Venció
en la tercera. La cuarta
partida fue tablas, y desde la quinta se impuso rotundamente el gran maestro
estadounidense. Fischer superó a su
rival tras 21 partidas y se coronó campeón mundial el 1 de septiembre de 1972.
Había presumido que ganaría al ruso, y lo
hizo, convirtiéndose en un auténtico fenómeno mediático a su regreso a EE.UU.
No obstante, el triunfo sobre
Spassky fue el comienzo
del fin para este genio del ajedrez.
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