La falta de recursos,
la ausencia de consenso y la debilidad del liderazgo han debilitado la
proyección internacional
España es un país
afortunado. Aunque sus 47 millones de habitantes suponen solo el 0,6% de la
población mundial, su economía es la decimocuarta del mundo en tamaño y su
renta per cápita sitúa a los
españoles en el selecto grupo de los treinta países más ricos, educados y sanos
del mundo.
España no está sola.
Frente al aislamiento sufrido en su historia, hoy tiene 27 aliados europeos y
atlánticos que garantizan un espacio de libertad y seguridad compartido por más
de 800 millones de personas. Además de democrática, próspera y abierta al
mundo, España cuenta con grandes activos económicos, desde el turismo a la
lengua o la cultura.
Sin embargo, el sentir
unánime entre expertos, dentro y fuera de España, es que el país adolece de un
profundo déficit de proyección exterior. Frente a una España que emergió
orgullosa de la transición a la democracia y se proyectó hacia al exterior de forma
muy exitosa, la España de hoy estaría boxeando muy por debajo
de su peso y potencial.
¿A qué se debe esta desaparición progresiva de España
de la escena internacional?
Volantazos. Preocupado por el
deterioro de la imagen internacional de España provocado por la crisis
económica y la amenaza de intervención exterior, el Gobierno de Mariano Rajoy
lanzó en marzo de 2012 la iniciativa Marca
España. Pero para liderar dicho proyecto puso al frente a Carlos Espinosa de los
Monteros, un empresario retirado de 68 años que en su primera comparecencia
pública afirmó: “El objetivo de la Marca
España es que mi portera no me vuelva a preguntar por la prima de riesgo”.
Aunque España había cambiado profundamente, la política exterior del Gobierno,
dirigida por José Manuel García-Margallo, otro representante de la generación
de la Transición, seguía anclada en los clichés de un pasado en los que la
sociedad española difícilmente se podía reconocer.
Si a esta visión de la
diplomacia como mero agente comercial al servicio de las empresas en el
exterior sumamos los brutales recortes en cooperación al desarrollo, que han
invisibilizado a España como promotor de agendas e intereses globales como el
cambio climático, la pobreza o los derechos humanos, y le añadimos el nulo interés
del Rajoy en la política exterior, entonces se entiende perfectamente por qué
España ha desaparecido de Europa, Latinoamérica y el Magreb, los tres ejes
tradicionales de actuación de la España democrática.
Pero el problema es
anterior a esta legislatura. Si la política exterior de Rajoy se ha
caracterizado por un sesgo conservador en lo ideológico y mercantilista en lo
económico, la de Rodríguez Zapatero se caracterizó por lo contrario: mientras
los europeos corrieron en 2008 a aprovechar la oportunidad brindada por la
llegada a la presidencia de Obama para restaurar las relaciones con EE UU,
Rodríguez Zapatero decidió mantener el perfil antiamericano de su política
exterior. Bajo su mandato, España perdió a la vez peso atlántico y europeo, sin
tampoco compensarlo en el escenario latinoamericano o norteafricano.
A su vez, el giro de
Zapatero, retirando las tropas de Irak y animando a los demás aliados a seguir
su ejemplo, o promocionando una iniciativa como la Alianza de Civilizaciones
sin coordinarla con sus aliados, no fue sino una reacción al giro impreso por
Aznar, que en 2001 se arrojó en los brazos de George W. Bush. Al pretender
liderar, junto con el Reino Unido de Tony Blair, una Europa liberal y
atlántica, entró en colisión con Francia y Alemania, trastocando el andamiaje
internacional construido durante 14 años por los gobiernos de Felipe González,
que habían apostado por insertar a España en el eje franco-alemán y utilizar la
UE como plataforma desde la que internacionalizar a España. Vistos estos volantazos,
¿a quién puede extrañar que el perfil y presencia internacional de España se
haya desdibujado tan profundamente?
Turbulencias. España tiene que
volver al mundo, pero no puede hacerlo con las recetas del pasado. Ese mundo
está inmerso en una profunda transición de poder, que se desplaza hacia Asia, y
sometido a la convulsión que irradian las tensiones que se originan en Oriente
Próximo. Durante la última década, EE UU ha estado intentando buscar el
compromiso con una China en auge y contener a una Rusia en declive que reclama
por la fuerza el status de gran potencia que perdió en 1991 tras la disolución
de la Unión Soviética.
Pero Trump lo cambia
todo. Donde había curvas vamos a vivir las turbulencias, incluso pérdidas de
sustentación, provocadas por EE UU, que amenaza con practicar la peor política
exterior posible: el aislacionismo agresivo. Y lo hacemos con una Europa
disminuida por la crisis, sin proyecto político ni líderes capaces de llevarlo
a la práctica. Una Europa que está a punto de perder un motor esencial, el
Reino Unido, víctima de un populismo que tiene atemorizadas a las élites, que
no ha logrado completar el euro y que carece de una política exterior y de
seguridad común.
Urge pues definir una
estrategia de política exterior a largo plazo y consensuarla entre las
principales fuerzas políticas. El consenso permitiría asegurar los recursos
presupuestarios necesarios para cada uno de los ejes que configuran la política
exterior: la diplomacia, la defensa y el desarrollo, las tres D que forman el
tridente que permite a un país actuar en el mundo y que en España, tanto debido
a la crisis como a los bandazos y falta de visión de Estado, han ido perdiendo
recursos y capacidad de actuación.
Hay que impulsar
nuestro raquítico servicio exterior y acabar con la mezcla de corporativismo,
inmovilismo y politización que lo atenaza (recuérdese el caso
Soria). También hay que acometer una profunda reforma de las fuerzas armadas,
que mejore su flexibilidad y operatividad y permita adecuarlas a las nuevas
misiones y escenarios internacionales, favoreciendo su completa integración en
un esquema de defensa europea.
España no puede estar
a la cola del gasto de defensa en la OTAN, solo por delante de Bélgica y
Luxemburgo, pues si queremos consumir seguridad, tenemos también que proveerla.
Pero para ello es crucial no volver a caer en las hipotecas provocadas por unos
programas de armamentos tan costosos como cuestionables.
También es necesario
volver a dotar a la cooperación al desarrollo (uno de los grandes aciertos de
la época de Zapatero, junto con la política migratoria) de los recursos
necesarios para que España pueda cumplir con sus responsabilidades globales y
convertir a nuestro país en un contribuyente activo a un desarrollo justo,
equitativo y sostenible.
Liderazgo. Una Europa que
funcione es el mejor antídoto contra los populismos. España tiene que
implicarse a fondo en lograr que la UE despierte del letargo en el que se
encuentra y complete su integración política, económica y de seguridad. Ello
implica explotar al máximo la geometría variable y las cooperaciones
reforzadas, logrando conformar un núcleo duro de integración en el que España
deberá estar como socio e impulso principal.
Si España debe en
Europa aspirar a coliderar, en América Latina es crucial que España entienda
que el dinamismo de ese continente es superior al del europeo y que, por tanto,
tiene que aspirar a engancharse a él como motor de crecimiento. Ello requiere
postularse como socio útil sobre la base del valor añadido de su experiencia y
sus conexiones europeas e internacionales y escuchar más y mejor y con humildad
en todos los niveles, algo que apenas hace.
Si España quiere
seguir manteniendo sus cotas de bienestar tiene que implicarse activamente en
el mundo de alrededor. Por su peso y posición, no puede solo ser un consumidor
de seguridad o bienestar, sino que tiene la obligación de ser un proveedor de
bienes públicos globales.
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